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Como yo había formado parte de la recuperación comunitaria después del Incendio Tea, mi correo electrónico fue incluido en la primera petición de auxilio que mandó Abe después del flujo de escombros. Me fijé en los detalles, puse una pala, una máscara y un par de guantes en mi carro, y me fui a ayudar ese primer fin de semana. Todo estaba en caos por todo Montecito, pero la mesa de registración de voluntarios fue un oasis de calma, aunque era obvio que todo se organizaba sobre la marcha. Recibí mi brazalete de cinta roja que identificó mi grupo de voluntarios y nos dirigieron a las propiedades asignadas.

Habían grupos pequeños de voluntarios trabajando en casi todos los jardines. Algunas propiedades estaban más destrozadas que otras. Muchas de las áreas me parecían abrumadoras, así que busqué algo lograble. Dos voluntarios empezaron a limpiar un camino. La casa no había sido inundada, pero había mucho lodo entre la calle y la puerta principal de la casa. Me parecía una tarea alcanzable limpiar el camino para que los dueños pudieran entrar y salir sin ensuciarse, así qué empecé a trabajar. Fue difícil encontrar por donde quedaba el camino enterrado. Les animé a los otros voluntarios que tratáramos de llegar a un punto determinado – un pequeño poste de luz sobresalido del lodo a cuarto pies de distancia – dentro de 15 minutos. Aceleramos nuestro ritmo, y superamos nuestro meta. Y así lo hicimos durante el resto del día: escoger una tarea alcanzable, fijar un objetivo de tiempo, y manos a la obra. Luego tomábamos un breve descanso antes de empezar a trabajar otra vez. Cada vez, parecíamos ganar ímpetu, y el sentido de cumplimiento nos daba engería a pesar del esfuerzo físico.

Cada pequeña zona de voluntarios parecía autogobernarse, los grupos haciendo introducciones informales y trabajando juntos. Algunos pasaban de proyecto a proyecto. La mayoría de los grupos trabajaron juntos con maquinaria pesada. Para la hora del almuerzo, yo había trabajado en cuatro casas distintas, y cada una mostraba señales de mejora. Las caras de las personas mostraban un optimismo sombrío. El estado de ánimo no era alegre. El humor solía ser un humor negro.

Mientras limpiaba un porche y un camino mientras una máquina limpiaba el camino de entrada, la dueña de la casa se asomaba a la puerta principal y gritaba su aprobación. El ambiente de todo el área se mejoraba de inmediato.

Después de limpiar varios caminos, caminé por la calle hacia un carro estacionado al lado de un camino do entrada que acaba de ser limpiado por una cargadora compacta. Pregunté si el carro arrancaba. Alguien entró a la casa — donde la dueña intentaba recuperar posesiones enterradas en el lodo — y salió después con las llaves. Si arrancó, pero las ruedas solamente giraban — el carro había sido llevado por el oleaje de lodo. Éramos cuatro, y empezamos a limpiar el lodo en frente de las ruedas, lo cual hizo que el carro se estableciera un poco. Cuando habíamos limpiado la parte delantera del chasis, intentamos manejar el carro otra vez. La dueña salió de la casa y negó con la cabeza: “No tiene sentido hacerlo. No tengo mi licencia. Está perdida en el lodo.”

Durante los próximos diez minutos, la dueña dijo una cosa contraproducente tras otra. Me di cuenta de que eran las personas afectadas quienes necesitaban la mayoría de la atención. Lástima que no tuviéramos tantos consejeros como palas. Mientras se sentían agradecidas estar vivos, o que sus casas no habían sido derrumbadas, o contentos de expresar su gratitud, todos estaban en shock, agobiados por las circunstancias. Incluso las personas quienes no habían sufrido daños personales se sentían angustiadas por la pérdida de vida y daño a la comunidad. Las repercusiones eran psicológica y emocionalmente profundas.

La verdadera fuerza de los voluntarios era su simpatía inagotable y su optimismo.

Moviendo cubos de lodo era una acción que ocupaba a sus manos mientras su presencia y sus corazones mantenían el espacio para un futuro mejor para las personas cuyas vidas habían sido volcadas. En un momento, le sugerí a la mujer que se respirara profundamente y que se enfocara solamente en eso. Cuando sacamos su carro del lodo y lo llevamos a la calle, todavía dijo estar preocupada porque no debía manejar sin su licencia. Le dije que si la policía la detuviera, recibiría la simpatía de cualquier oficial después de explicarle las circunstancias. Ella seguía con dudas.

Ese primer día, sacamos varios carros, limpiamos muchos caminos, y aprendimos sistemas para mejorar la eficacia de nuestros esfuerzos. El segundo fin de semana, aprendimos que, a pesar de la zona de exclusión — establecida por los cuerpos oficiales para prevenir los saqueadores — alguien había entrado en el vecindario y robado las carretillas y otras herramientas del Bucket Brigade.

Las formas y el papeleo se mejoraron, y una estructura de liderazgo surgió. Un ritual diario de informes y charlas motivacionales se estableció. Había comida hecha por otros voluntarios. Mi favorito fue una bandeja de sándwiches envueltos, cada uno con una nota personalizada escritas por los jóvenes que los habían preparado. Ya para el segundo mes, las cosas se sentían estables y organizadas, casi reglamentadas. El estacionamiento en Manning Park se llenaría de voluntarios. Camionetas los llevarían a los sitios de trabajo. Pronto hubieron nuevos proyectos, como la limpieza del lodo que rodeaba los robles. Algunos días, habían tantas personas con cámaras para documentar lo que hacíamos como voluntarios, o por lo menos así me parecía. Fue uno de esos días cuando Jack Johnson apareció para ayudar también.

Hay que tener la esperanza de que tales ocasiones serán raras, y que los líderes originales del Bucket Brigade publicarán un guía práctica, porque todos sabemos que estas cosas suceden en cualquier lugar y con suficiente consistencia — pero respuestas como la del Bucket Brigade son raras, a pesar de la buena voluntad de la mayoría de la gente.

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