Hoy experimenté lo mejor y lo más esperanzador de la naturaleza humana, un consuelo tan necesario en estos días tan difíciles. Fue un honor, aún para este ateo, ayudar a excavar el lodo que había a la altura de la cintura de la Capilla del Corazón Inmaculado de La Casa de María.
Piedras de río enormes, cien millones de años de antigüedad, habían aplastado la pared superior y quedaban amontonadas junto a la pared inferior, la capilla siendo nada más que un breve punto de paso en su trayecto de eones. La ironía de su intemporalidad no se me escapó allí en aquel lugar donde intentamos reafirmar nuestra importancia y inmortalidad.
Pero la capilla sigue allí, y con las manos, el sudor, y los músculos de docenas de voluntarios, puede ser que permanecerá para ofrecer consuelo, paz y esperanza a futuras generaciones.
Mi propio viaje durante los últimos años ha sido una lucha con el efímero. Me mudé de Montecito apenas hace un par de meses, feliz de irme a vivir con mi novia, Colleen, feliz de inclinarme hacia los futuros capítulos en vez de aferrarme a los capítulos anteriores. Sin embargo, las raíces que había sembrado durante los doce años que viví en Montecito todavía están muy arraigadas, y cuando intervino la tragedia, mi corazón no pudo ignorarla o quedar indiferente.
Como John Abraham Powell dijo elocuentemente esta mañana — “Las manos ayudantes sanan a los ayudantes tanto como sanan a los ayudados.” — Estoy agradecido por la oportunidad de haber servido hoy, y por los lideres (a quienes estoy orgulloso llamar mis amigos) del Santa Barbara Bucket Brigade.
La capilla se veía hermosa al final del día.